(Un cuento para el fin de semana)
Paseaba por entre los árboles, relajada, sin prisa, en dirección a mi casa. A lo lejos, se veían los hogares, entre el dosel, patios y callecitas de piedra que dan acceso a una parcela paralela a la calle.
A medida que me acercaba pude distinguir mejor a unos niños que se movían riendo, arremolinados en torno a los árboles frutales que emergía de sus jardines.
La tarde comenzaba a decaer y los colores rojos de las ciruelas, se fundían con un cielo anaranjado mezclado con la brisa calida que elevaba las faldas.
Me quede observando aquellos niños, que miraban, reían curioseando y aprendiendo a subir por los troncos de los árboles.
Finalmente me senté frente a ellos, en la orilla del camino, por cuya orilla además le acompañaba el curso de un canal de regadío. Oía sus risas mezclado con el sonido del agua correr.
Aquella imagen, de niños sobre los árboles, me hizo recordar una foto en blanco y negro en la que una niña, de mirada picara, saludaba desde la copa de un gran damasco.
Nunca me di cuenta en que momento mi padre saco esa fotografía, la que guardo como una gran tesoro. Tiempo después de tomado ese retrato, el cortaría dicho árbol, lo que impidió que subiera por los tejados de las casas, saltando de una a otra a través de sus techumbres y las copas de los árboles.
Al mirar niños, por un momento creí ver, en blanco y negro, a los amigos de mi infancia y a mí misma.
Mi barrio era entonces un lugar tranquilo, un pasaje que terminaba en un gran murallón, un camino de tierra y una casa abandonada, justo al lado de un terreno prohibido para los niños.
Los árboles adornaban las veredas, los mismos, que hoy más envejecidos parecen más pequeños que a yo misma en ese entonces.
En aquella época, me creía invencible y la única preocupación del día, era saber si a Carlitos le apuntaría esta vez con los cuescos de damascos que comía ávidamente en el techo de mi casa.
Así, a “cuescazo limpio”, conseguía llamar la atención de mis amiguitos, que callados, se tapaban la boca con el índice, haciendo un ademán de silencio, para luego, subir junto conmigo a recorrer los techos.
Nuestros padres nos tenían completamente prohibido aquello, pues resultaba peligroso, más que por la caída desde los techos, por la posibilidad de llegar un día a la casa abandonada, una que estaba al fondo y que tenía a sus pies un murallón alto y prohibido.
Los árboles y las techumbres, nos ofrecían a Carlitos y a mí un buen cobijo para hacer planes y travesuras para nuestras tardes.
Jugábamos al escondite y practicábamos continuamente el lanzamiento del cuesco de damasco con nuestros amigos. Era la señal para reunirnos y bajar.
Corríamos por el pasaje, dando una vuelta a la izquierda, pasábamos por una cancha de tierra en que se jugaba fútbol los domingos, llegábamos a la calle principal, la única calle grande y pavimentada, para finalmente encontrarnos con un campo abierto.
Era un campo de yuyos, que se veía a lo lejos como un gran manchón amarillo con verde. Llegábamos allá y nuestro deporte era el revolcarse cuesta abajo, dejando nuestras ropas manchadas y olorosas.
Los yuyos estaban junto a la línea del tren. Competíamos por adivinar cuantos vagones vendrían y quien lo divisaría antes.
Por las tardes al regresar, estaba ese color anaranjado en el cielo y la misma brisa calida que esta tarde me hacía recordar esos momentos; por las tardes volvíamos a los techos y a los árboles, aunque estuviésemos agotados.
Esa navidad Carlitos había recibido su primera bicicleta. El me permitía subir a ella de cuando en vez y en otras ocasiones me llevaba en la parrillita de atrás, mientras me sujetaba fuerte para no caer.
A veces me envalentonaba y sacaba la cabeza hacía el lado, para recibir la brisa en el rostro.
Nunca solicite a mis padres regalo alguno, menos una bicicleta. Vivía mi niñez simplemente de la alegría de compartir con mis amigos.
Nunca me queje con ellos de cuando Carlitos se iba a su casa con sus trenes eléctricos o a tomar de once, leche, pan con jamón y huevos que día a día lo iban convirtiendo en un niñito más gordito.
Yo era una chiquilla de piernas flacas, cabello largo y vestidos floreados, a quien a veces solo le tocaba la leche que regalaban en el consultorio y un pan con aceite si es que lo había.
Las noches eran el momento más triste del día, mis amigos volvían a sus casas y yo a la mía. Me sentía muy sola, pues aunque tenía hermanas, una era muy pequeña para seguir jugando y la otra, mejor no hablar de ella, era la que continuamente salía a pellizcar a mis amiguitos pues le caían mal.
En la oscuridad, muchas veces salí por mi ventana a trepar nuevamente a comer damascos. La perspectiva de la noche y las estrellas desde el techo, muchas veces me sorprendió cayendo en el sueño.
Carlitos, al principio no era mi amigo, me hacía llorar; continuamente se burlaba de mi y mi pobreza. Se jactaba de que su familia era mejor y que estaba ahí solamente por que el trabajo de su padre estaba más cerca. Se pavoneaba con sus trenes y vehículos a control remoto.
Inclusive, recuerdo que consiguió en una ocasión, que le rogaran de rodillas para prestar uno de sus autitos; fue una escena muy humillante. Sus desprecios y sus insultos, le valieron el calificativo de guatón cabeza de melón.
Una vez en que estaba sobre mi techo, comencé lanzándole unos cuescos; el miraba para todos lados, mientras yo me escondía entre medio de las ramas de mi amigo árbol. Al comienzo era para hacerlo pasar rabias, luego se transformo en un llamado a la aventura.
Hacernos amigos sucedió el mismo día en que Pedro le rogó de rodillas, tal como le exigió Carlos que lo hiciera, para prestarle uno de sus vehículo a control remoto.
Después de la humillación pública frente a todos en el pasaje, Carlitos simplemente le dijo que no, que le podía echar a perder el vehículo, que nunca sabría como utilizarlo y que si sus papas no le podían comprar uno, era porque todos nosotros éramos unos upelientos de mier…
Esa frase no era la frase de un niño, era una frase de sus padres, repetida casi en forma automática por el.
Fue entonces, no por la frase inentendible para nosotros, sino más bien por su egoísmo, que Pedrito se le lanzo encima a darle de golpes.
Llevando la contra de toda lógica de niños, me metí en medio a defender al menos popular: al guatón cabeza de melón.
Pedrito que me respetaba bastante, pues sabía bien que tenía además muy buena derecha, se echo para atrás.
Les dije que si seguían peleando yo misma rompería el juguete, mientras que al guatón, increpándolo le indique que era justamente por cosas como esa, que nadie lo quería, que ni su mama lo quería.
El se largo a llorar, no me imagine que esas palabras tuviesen tan mal efecto en el.
Lo que nadie en el grupo sabía, era que su mamá se había ido hacía un año con otro hombre, dejando a su padre, solo con el.
Su papa, que era oficial de la fuerza aérea, había llegado a vivir ahí, para quedar más cerca de la base. No era precisamente un barrio tranquilo y el hecho de tener un oficial de vecino, mantenía el pasaje como una tumba. No había reuniones en las calles, ni la gente conversaba demasiado con sus vecinos.
Las únicas reuniones que se daban, eran esas clandestinas de sus niños, por los techos de las casas y la morada abandonada al final del pasaje, la pegada al murallón.
Después del llanto de Carlitos, nació la amistad, no en forma instantánea, sino que en base a los juegos diarios, esta vez, sin nada de la tecnología que su padre le regalaba continuamente.
Ya nadie le solicitaba sus juguetes y solo a veces, eran desempolvados por el, cuando solitariamente, en momentos que su padre estaba en casa, se tenía que quedar por las tardes solo, sin salir.
En esos momentos era en que yo le ayudaba a fugarse por los techos.
Ese verano, entramos en la casa abandonada del fondo, bajando por la muralla vecina de la residencia de Carlitos.
Cuando llegamos allí, se desplegó como un tesoro frente a nosotros, plantas creciendo salvajes sin manejo humano. Frutales y fruta, mucha de ella regada por el suelo, llenaban el paisaje de color y llamaban a hormigas, arañas y otros insectos a pasear por ese reino.
La casa estaba desatendida, pero completa, inclusive sus muebles permanecían como testigos mudos de años de acumulación de polvo. Que mejor que una casa abandonada, para los juegos y diabluras de un montón de niños.
Desde ese día íbamos a diario a nuestro lugar secreto, habíamos perdido el miedo que nuestros padres nos habían inculcado hacía el lugar.
Los árboles fueron testigos de la vez en que Carlitos me tomo la mano como señal de valentía. Mirando la gran muralla, concertamos que finalmente nos atreveríamos a cruzarla.
Recuerdo el calor de su piel y nuestros ojos abiertos muy grandes con el corazón agitado. Aun hoy experimento la sensación aquella, de la que sería nuestra gran aventura.
Fue una tarde de fuga, después de días yendo a la casa club, en que Carlitos, fanfarrón y como líder del grupo, se aventuro al gran incidente: traspasar el murallón.
Entre todos movimos algunos muebles de la casa abandonada, hicimos algo así como una torre. El primero que se asomaría sería Carlitos que había ganado el concurso de piedra, papel o tijera. Nadie supo por que lo hizo, si era para demostrar finalmente que pertenecía al grupo o solo como una bravata.
Después de Carlitos iría yo.
No sabemos como sucedió, pero una vez arriba, simplemente cayó para el otro lado, perdiendo el equilibrio.
Se escucho un golpe seco y ningún otro ruido; luego unas voces del otro lado.
Asustada me asome a ver a mi amigo, pensábamos en el escarmiento de nuestros padres por la travesura, más que en cualquier cosa. Difícil es pensar en la muerte o en hacerse daño cuando solo se tiene 5 años.
De inmediato fui por mi amigo, fue entonces que un ruido me dejo casi sorda. ¿Eso era un disparo?
Al otro lado había unos militares de guardia, con armas en sus manos.
Detrás del murallón estaba la base de la fuerza aérea, el muro resguardaba de la mirada de curiosos.
El país, despúes del golpe de Estado, estaba en "estado" de guerra y las travesuras de unos niños habían movilizado al personal.
Ellos no preguntaron, simplemente dispararon.
Carlitos estaba en el suelo inconsciente, los militares gritaban mientras que yo lloraba.
A Carlitos lo llevaron al hospital, a mi me llevaron a casa.
Esa misma semana hubo un allanamiento en todo el barrio.
Nuestros padres tenían miedo, veíamos como los militares daban vuelta colchones y rompían cosas. Yo solo pensaba en Carlitos y en que se pusiera bien.
En las calles por esos días se escuchaban llantos, gritos y en algún momento un disparo en medio de la noche.
Luego supimos que los dueños de la casa del fondo, habían "desaparecido" y que por eso estaba vacía.
La palabra “desaparecido” para mi, fue vetada y un gran misterio por años.
Por mucho tiempo, tuvimos la sensación que el haber traspasado esa pandereta, había roto el sello que nos mantenía a salvo y en una burbuja que nos alejaba de lo que pasaba en todo el país.
Las palabras comunistas, upelientos, no se borraban del miedo de nuestras mentes infantiles.
Ese mismo año, Carlitos ya no pudo salir de su casa, hasta que finalmente se fueron del barrio. Desobedecer a su padre, huyendo por techos, haciendo cosas que no debía lejos de la mirada de su nana, eran motivo suficiente; nosotros los niños del pasaje éramos una mala influencia.
Ese año me presentaron en un colegio cuya puerta se abría sola, tenía cuadros cuyos ojos nos miraban y en que a las monjas les gustaba jugar al pillarse.
Ese año papá cortó mi damasco, nunca más reverdeció para elevar sus brazos al cielo.
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