sábado, 10 de octubre de 2009

Cordero



No era una vieja, pero a sus cortos años, las arrugas se le dibujaban en el rostro y las canas se asomaban insistentes. Su prematura vejez pudo ser a causa de las horas de intenso trabajo en el campo y el trasnoche de sus viajes en camión para lograr una buena venta en el mercado, o por aquella vida de privación los malos años de cosecha, o por las constantes preocupaciones, o por la pérdida de su inocencia a tan temprana edad, tal vez.
Detrás de una imagen desgarbada, ropa poco cuidada, manos sucias, cuerpo fuerte, piel curtida por el sol y aspecto algo varonil, aun quedaba algo de femineidad adolescente.
Paseaba por el mercado central y los olores de muchas cosas se mezclaban en el aire, pero el hedor de aquella cabeza de cerdo en una de las tantas repisas de las carnicerías del sector, le devolvía a viejos recuerdos de sangre fluyendo, tibia, dulce y olorosa de los corderos que degollaban en el fundo, cuando era niña.
La peste apareció desde la nada, mientras bebía un negro y oloroso café; su café de la mañana en el mercado, ese que era una inyección directo a la vena de algo de lucidez.
Un viaje de tantas horas y comenzar con ventas en la madrugada le tenía agotada. Es por ello que el olor junto a la imagen de aquel hombre frente a ella, los percibió casi como una aparición.
Desde el día que le conoció, ella comenzó a ir con más gusto a la ciudad. Cantaba en el campo mientras seleccionaba los mejores melones cantaluz que se produjesen en la zona.
Ella sabía lo que hacía, su padre le había enseñado bien.
La cosecha finalmente acabó y las excusas para ir a la ciudad también, por lo que comenzó un nuevo negocio en compra venta de frutos del país.
El se presentaba como la gran esperanza de un mejor futuro, la del hombre diferente. He ahí entonces su esmero por tratar de tenerle cerca.
No había pasado mucho tiempo de aquellos tibios coqueteos, cuando principiaron los problemas junto con los celos de él.
Llego el invierno, frio y escaso de viajes a la ciudad en que junto con el clima y la espera, se enfrió la propuesta que tanto ella había esperado.
Cuando tocó el verano, ella ya no gustaba tanto de su paso por el mercado. Las cabezas de cerdo se quedaban observándole desde las vitrinas y ser la mujer del carnicero, ya no le resultaba tan atractivo.
Una madrugada en que nuevamente apareció por el mercado con su mercadería, el carnicero le invito a tomar un café.
La hoja, sin hendiduras, brillaba con la sangre de aquel cordero, que miraba aun desde el fondo de la poca vida que le quedaba, mientras la existencia se le escurría por la garganta, para caer finalmente en un recipiente de limpio metal.
Todos bebían alegres, junto al vino, aquella mezcla rojiza con cebolla picada. Ella también bebió, era parte de su ritual de ser aceptada entre los adultos
Esa mañana despertó junto al carnicero en medio de aquel recuerdo. El mismo hedor hoy entraba por su nariz, pero ya no era la sangre de un tierno cordero la que escurría y segregaba corrupción
Esa noche el se había transformado en una bestia asesina finalmente, la había tomado por la fuerza, tal como hace muchos años lo hiciera su padre.
Sin darse cuenta, ella que pregonaba el no dañar a nadie ni en las cosas más ínfimas, le había acompañado en el camino de bestializarse.
Años antes ya había despertado como hoy, mirando a su alrededor, encontrándo el cuerpo a medio chamuscar de su padre, así como su propio pecho ensangrentado.
Primero le había cortado como mantequilla, para luego quemarle. Pero no era ella quien deshonraba a los muertos, era su padre, era su fantasma, por permanecer en esa imagen del recuerdo, por estar muerto ahí, boca arriba y de manera tan espantosa, por causas aún más horrendas.
Era una mujer hermosa cuando sucedieron aquellos macabros acontecimientos, la noche en que se hizo mujer, en que bebió la sangre de cordero, misma sangre que le hacía llorar cuando eran sacrificados, la noche en que su padre le quitó la inocencia, la hizo adulta al desearle la muerte y murió por ello.
Los recuerdos y la realidad actual se mezclaban en su cabeza.
Hoy no solo había quitado las alas a aquella mariposa nocturna que revoloteaba alrededor insistente, sino que además se había amputado de ese amigo verdadero especial que los últimos meses le mantenía viva, pues el café ya no bastaba.
Hoy la cabeza del carnicero yace sobre la repisa de su living.

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